viernes, 15 de febrero de 2008

Inicio del opúsculo

A la muerte se le adoraba, pues alrededor de la muerte estaba la ausencia, indulto que, munífico, el designio de los días concedía a los mismos que siempre buscaban ese abandono, para no esperar nada. La ceremonia dibujó fríamente cada mirada de penitencia envejecida, ojos taciturnos como los capirotes conventuales que los escondían, velándose los rostros de los monjes que susurraban letanías y el fervor que todo lo aliviara, o tal vez enterrara. Debajo de la sombra de montañas nuevas, los predicadores habían remontado la más generosa casa de contemplación. Dentro, dentro de las soledades, y a través de la persistencia del silencio, el convento reverberaba una cadena flagelante de pasillos y de murallones, que con la espesura labrada de las piedras resguardó la religiosidad más profunda, cercano a la salvación perpetua y a la manera de confinamiento profesado por el afán monacal y vigilante del tesoro de las imágenes piadosas, sacras con iluminación de cirios en los altares dorados, incensados. Orando, cerca de la fruición, la presencia inefable proveía el cáliz.
Sapiente y canónigo, fray Bernardo caminaba como un tiniebla difundida, impalpable, con la capa negra pendiéndole alrededor del ascetismo. El crucifijo relumbró entrañándole la fe en el pecho, cruz como el convencimiento de vivir y no vivir, cubierta por los rezos. Se unió el farol portado por el religioso con otro que iluminaba el nicho donde se lucía la imagen sangrante y dolorosa de un Nazareno, delante de la cual se persignó. Errante en la sombra o sombra, el fraile continuaría deslizándose a suponer de susurro furtivo por los salones, andando sigilosamente y como con impedimento, que semejó que hábito y caperuza pesaban demasiado.
Sería la última noche en su querido cenobio ultramarino. El prior de Rojas le había informado que el Santo Oficio, por las disertaciones que escribió sobre contenidos de las Indias, levantó juicio inquisitorial en su contra bajo imputaciones de idolatría y enseñanza descaminada. De ser hallado culpable, lo supo, el resultado sería uno solo: la prohibición de escribir. La mañana siguiente, sin dilación alguna, debía iniciar el viaje hacia la Nueva España que lo condujo, dos o tres años después, a los calabozos de la Santa Inquisición de Madrid, para ser rehabilitado ahí; mas, en verdad, en aquéllos hubo de sucumbir a las fiebres y a la edad, dejando un nombre y numeración de causa en archivos clericales nada más.
Tres siglos luego, asoladas las milicias del monarca borbónico, profanadas las murallas de Felipe IV y las instauraciones católicas, entraron victoriosas las huestes francesas a la capital española, entonces conquistada para el Imperio de Bonaparte. Habrían de ser los soldados galos quienes, por las órdenes expresas del emperador, liberaran a los recluidos en las mazmorras de la Inquisición y rompieran los candados y arcas que guardaban con celo promontorios documentales y legajos, acaso unos más inveterados que otros, hasta incunables o aun centenarios registros de enjuiciamientos e interdecir. Los pliegos y tomos y folios fueron recabados. Pero en la sima de las compilaciones, entre la turbación donde también estaban la primer impresión del “Quijote” y “Traité sur la tolérance”, de Voltaire, permaneció sin ser leído el libro original de fray Bernardo de Estrabón, “De aborigines et obiectio demonstrata”, que proponía desestimando la barbarie y el salvajismo animalizado que otros creyeron de manera incuestionable, cómo los nativos del Nuevo Mundo propalaron un orden civilizado. Sustentó las afirmaciones por todos los años en que él se entregó al azar, durante su juventud como misionero en el señorío neblinoso de los reyes guerreros, Utatlán y Tezulután, al norte del reino de Guatemala, donde para evangelizar estudió los idiomas vernáculos y, sobre todo, la pericia de Tohil y Kukul que los nativos eruditos, ancianos y brujos del pecado vil de la idolatría, le enseñaron. Acerca del nombre de Estrabón se conocerían nuevas interpretaciones; unas referentes al libro de la supuesta autoría de Mahal, de Masudi, y otras más que negaban completamente, por la alusión evidente al heleno, que hubiera existido Bernardo de Estrabón.
Los goznes de la puerta sonaron lastimeramente. Seráficas prolongaciones de ángeles, tersas en la madera cincelada y el burato con que se ataviaban, rodearon la imagen de la Virgen de Covadonga en aras de la capilla, más relacionada a sepulcro que a oratorio por sombría. Al refugio del gran techo brillaron, columna a columna, las velas que rutilaban los candelabros platinados, ahusadas, y al lado de las rosas blancas en mayólica de jarrón. No sin ofrenda, fray Bernardo marchó hacia el altar; la capilla lo hizo perderse con todo y el farol tenue que lo alumbraba. Se prosternó ante la imagen mariana, se persignó con escrupulosa solemnidad y estrujó el rosario que atesoraba en ambas manos secas. Siempre por costumbre de la noche, el monje, que por la fervorosa sumisión a Dios y saber intelectual se le conocía como loado, había llegado a rezar, por lo que finalizaba más allá de la medianoche, el rosario de quince misterios. Algo sagrado y letal, eso era ante su deseo el murmullo devoto. Y Cristo necesario para alumbrar cualquier sombra, cualquier otro deseo que anduviera detrás del milagro.
Orar, padecer, buscar la misericordia divina desde las limitaciones de la carne, ganarse el Cielo, creer, salvarse de la condena de vivir: ir, por lo tanto, a la redención. El fraile rezaba durante días plenos y, olvidándose de sí propio, se entrega a la reclusión. Orar, callar, pues, callar en el silencio sempiterno. Ninguna admiración más abundante, más bella ni más sublime que la oración mientras él pronunciaba las advocaciones santísimas, la genuflexión mereció glosas en latín, los clamores que se abrían con la fidelidad del ardor religioso. Se guareció, oscuro como el hábito que le vestía, en el amor profundo a Dios. Pueril en la salvación siempre compasiva, misma en que las diversas potestades de la fe habían iluminado el gozo de la latría, perdido, él se sometió a la beatitud. “Ora pro nobis, virgo sacrata et regina”. “Dignarame laudarate, mater”, “lumen in mors mortis”. “Ave Maria, benedictus fructus ventris tui”.
Si bien Bernardo de Estrabón destellaba en acérrimo fervor, no menos grande sería el conocimiento y estima a los libros provechosos. Como oraba, leía –la amorosa y reprensible necesidad de la lectura–. Tanto se abrazaba a la cruz, tanto ocupaba el índice de las páginas. Muy ilustrado, escuchó de palimpsestos que, al tocarlos, se deshacían, polvorientos, y de escritos insondables; el fraile conocedor se maravillaba el pensamiento con pergaminos, códices y manuscritos, con los raudales de todas las bibliotecas eclesiásticas que lo regodearon. Él cultivaba la cosmología de lo astral, la herbolaria y la hagiografía, el artificio del poema, la medida de la aritmética y la teología de Salamanca. Años después, cuando la angustia lo llamara sin remisión, en la celda, se vería cuán arrepentido por no haber desolado todas las bibliotecas que él supo, por no haberlas quemado desastrosamente y tampoco haber reído sobre las cenizas, sobre libreras calcinadas y papel disminuido a la destrucción triunfal, con el amor más condenado del libro de los sufrimientos escritos uno a uno, leídos uno a uno y que no debió nunca haber leído, quemado también.
Hacía más de cuatro decenios, en Segovia, que tomó el hábito de la Orden de los Predicadores, y más de dos desde que el anhelo ecuménico lo envió al Nuevo Mundo. Autor de eclécticos escritos verbosos, desarrollando temáticas puramente sagradas y otras de vaguedades terrenas. La feliz obra “De crux vitae et profundis clamavi”, acerca de la Pasión como ejemplo para bien vivir la tribulación, gozó del beneplácito de los entendidos y, por las elocuentes referencias a “Imitatio Christi”, de Tomás de Kempis, y a “De fide", de San Hilario, se divulgó con provecho. Así como recibimiento aprobatorio encontró “Tractatus de herbarium vernaculus”, minuciosos estudios botánicos sobre las plantas de las Indias, ignotas en demasía, y “Hortus in Indiis”, que recurrió a contenido similar.
De esa forma, Bernardo se propuso durante arduos años a la composición que contó, cimentada la indagación precisa, que tuvieron las Indias una culturización más avezada de la que entonces la censura llamó réproba. Y ese libro contuvo, entre una implicación variada, apologías del encuentro del otro, farmacopeas y alquimias, relaciones marciales de reyes y ciudades esplendentes, nombres de viejas deidades y mapas de regiones perdidas en un confín de fronda, todo cuanto no conoció ni quiso conocer el pregón del Consejo de Indias. “¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?”, “De justis belli causis apud indios”, de fray Juan Ginés de Sepúlveda.
Ningún objeción mayor que asegurar que los nativos del Nuevo Mundo, en la parte media del Yucatán, según fray Bernardo vio y dio testimonio, habían alzado portentos afines aun a los de Constantinopla o Ática –el panhelénico Plutarco tomó como fútiles a quienes confirmaban que la luna sobre Atenas alumbraba siempre más hermosamente que la de Corinto-, ni nada más perturbador que insinuar que pudieron leer la línea astral, sanar la dolencia del cuerpo y el alma y comprender la Creación sin encontrarse al cobijo de la fe, con antelación a la verdadera fe. Aunque entreviendo que la mención de asuntos relacionados con ídolos demoníacos podía incitar a la rápida imprecación, como las talladuras de la víbora divina en la piedra de Carchá, como el culto ígneo de Tohil, fray Bernardo de Estrabón resguardó la obra citando “De doctrina christianae”, de San Agustín de Hipona, en donde estaba escrito que el conocimiento de los gentiles podría ser fructuoso para el pueblo de Dios si se entendía con apego riguroso a la Cristiandad, en alusión a la filosofía griega, platónica en su mayoría, que San Agustín usó para servir a la Iglesia con las reglas clásicas. Al divulgarse el escrito del sabio monje, sin embargo, los mismos eruditos que alabaron disquisiciones anteriores, los mismos hombres de Dios, que recelosos expurgaron erradicando las creencias de los indígenas vencidos, hasta hacerlas desaparecer por diabólicas y paganas, condenarían la escritura en que fray Bernardo enaltecía, como ellos dictaron, las usanzas oscurantistas de los indios bestiales, vituperándolo por la afrenta de osar preconizar que esas prácticas, ligadas íntimamente a mitos autóctonos, acaecieron sin importar Cristo, además de deplorar que un franco siervo del Señor hiciera notar paganismo. Pernicioso, amenazante, dándole gravedad de pestilencial por no ser conforme a la doctrina equitativa, el escrito del fraile motivó la desavenencia de diversos clérigos, quienes sostenían, siempre lo habían determinado de la misma manera, que ningún discernimiento acertado había sino el piadoso, renegando con tesón proverbial cuanto les parecía inficionado, junto con ser inadmisible que la mente sabia de uno como el fraile Bernardo de Estrabón se arrastrara por meditaciones indignas como pronunciar profanaciones de idólatras. Fray Diego de Landa y Bernal Díaz habían referido qué tantas abominaciones vieron en la impiedad que profesaba el Nuevo Mundo, que, si muestra daba, daba propósitos repugnantes como el sacrificio de hombres y mujeres, la antropofagia, la cópula contranatural y la hechicería.
Del otro lado del mar, donde juraban que el mundo terminaba en una conjunción abismal de vacío voraz y sierpes, rumbo sería el astrolabio determinable para que el mástil nimbara las aguas zainas, pugnantes, y por eso ellas amilanaban el impulso de las embarcaciones. Cruces y mosquetes y el emblema del rey bordado en un pendón que la brisa marina hizo temblar, dilataron la imperiosidad en la tierra remota, indescifrable. O profundizó cada vez la vastedad, no revelaba final la tierra, después las gavias enarbolaron voces vigías. Desembarcaban los plenipotenciarios de la Corona. Apaciguadas, las velas de los barcos iban a la arena, descendiendo las áncoras y trepidando el puerto en la tentativa de las olas. Los murallones que yendo fortalecidos rodeaban el atracadero, anunciaron el aparecimiento de las Indias, el grao y la aecúmene insoluble. Un cortejo de esclavos descendía: enseres prolíficos, arquillas y la demás fortuna que las falúas y esclavos cargaban en la vivacidad del mercado costero. Ya sonaban las herraduras de las bestias encima del empedrado de las calles tórridas, doradas entre el sabor de las sales, en limpidez de cielo reciente.
De Estrabón había sido enviado a evangelizar los dominios de Su Majestad al norte de Santiago, al sur y levante de Tuxtla y Ciudad Real de San Vicente de Chiapas, donde aún no iluminaba cuantiosas almas la Buena Nueva. Atrás quedaron para él las lecturas de Salamanca y Coimbra, y, detrás de la evocación, las párvulas caminatas a las orillas del Eresma. Adelante nada más, para el desconcierto, deparaba el fárrago aumentado del follaje la espesura vegetal que abarcándolo todo con ramajes duros, advenedizos, constriñó el cinturón de montañas y derrocaderos, encierro donde la presteza deletérea apiñaba mortandad sobre mortandad, y eso a decir de los aventureros cuya intrepidez detuvo la barrera del boscaje consabido.
Aunque nadie, y bien lo reconocía, nadie podía salir de la reclusión desde la noche, padeciendo como una luna fría y recóndita, sin amanecer, sin florecimiento, sin alas eufónicas. Pero andaban a oscuras los graznidos del pájaro negro, que se resquebrajaban hasta permitir que la mañana asomara con mesura, tan lánguida e inane, pretendiendo ocultarse detrás de una saya de hojarascas, sombras y sigilos. Fray Bernardo volvió hacia sí mismo, se vio dolorido de ennegrecimiento, replegado en la oscuridad de su hábito monástico. Sumergiéndose en el atavío severo, se persignó; el helor agreste iba saturándole el cuerpo desmejorado. En una misma vez se concedió a oraciones y palpó el rostro que, por un momento, supuso no encontraría más. Y con la palma abierta, blanca y tensada, comprendió la acuosidad de la floresta, las arboledas cerúleas y el rocío. Casi no amanecía, por poco no. La mirada, otrora febril, había ido sosegándose como la mano serena envolvía el rostro de nuevo, recuperaba sus propios rastros: la carne joven y pálida, la barba rala y castaña. Tenía un mes de recorrido errátil desde que salió de la ciudad de Santiago de Guatemala, y a cada paso que daba la selva simuló crecer más. Llevaba el crucifijo, cartografías y rollos llenos con las Escrituras, puesto que el caballo que lo acompañó a partir del inicio de la marcha, sucumbió, tragado al fondo de una hondonada. Al tiempo la lluvia pasaba y los días no terminaron. Al fin, del otro lado de los montes, un grito y un indígena maya, hombre cobrizo y de ojos sin fondo, harían entrever al fraile de Estrabón que ahí, en el entresijo de los árboles, estaba Chajul. Las pequeñas aldeas formaban a lo largo cultivos altos, granos amarillos que les permitía el pedazo terroso; al centro, levantando la atracción, catervas de piedra unidas ceñían el camino lodoso sonando a sésamo oculto; más allá, quietud de rama florida, las huellas en la roca encarnaban animales totémicos.
Ya antes los nativos habían visto a esos hombres distintos a ellos. El recién llegado, no igual a las armaduras y a las armas que supieron –“Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, de fray Bartolomé de Las Casas–, desconcertaba a varios, motivó temor o recelo en otros. Comentaron que uno de los intrusos, otro de tantos de piel clara, mató a una mujer que estaba embarazada, avergonzado de llegar a ser padre del hijo que gestaba. Pero ellos, después de las suposiciones y de tanto odio como para morir por él, entendieron que aquél, por las vestimentas, debía ser de los demás que siendo desiguales a ellos, de Castilán, entre ellos vivían y como ellos hablaban aduciendo la bondad de un Cristo que no querían oír, y eso aun con todo y no señalar demasiado la leyenda negra de la imprudencia evangelizadora.
En cuanto se juntó con los otros dos monjes de la misión, fray Bernardo pronto pidió ser conducido ante el adalid del pueblo. Caveckin, el de las plumas, lo recibió según el uso para con viajeros pacíficos, calidamente, obsequiando alimentos al arribado y mandando recoger miel para honrarlo. Tenía la intención dolosa de aprender acerca de la Cruz; él, con sus esposas y esclavas, no comprendía a ésos que a todo concúbito con cuerpo dijeron renunciar, ni con sus ornamentos y galas lautos podía entender a quien cambió la riqueza del jade y de la obsidiana por lo que no se miraba. Tampoco inteligible le resultó la imagen del dios que se desangraba con los brazos abiertos. Años después, desengañados, el cacique colgaría de la horca de los invasores, y la fe en la prédica duraría con dolor de ilusión insumisa, como la sangre infértil del maya en la horca y del judío crucificado. Caveckin, que podía recitar sin alterarse el secreto del cielo, terminó colgado como una danta cazada.
Por campos fructíferos, encima del légamo llovido, sucedían a las esculturas pétreas que flanqueaban los bosques engastados en el vuelo alborotado de pájaros, si no tramas apacibles de jilguero y cenzontle, los cerros si crisol soleado pretendían. Cual de los volcanes posteriores, la montaña otra vez, collares montuosos mientras escudriñaron claror y el grito de vida descendió saciando voracidad acuífera, el río vestido de primicia que siguió a las raíces palustres, ordeñando aromas suspirados, desmenuzando humores carnosos. Estremecía la mirada la enormidad que encerraba la flor profunda, la cual no calló el ramo húmedo de florecimiento, aunque más se escuchaba el círculo de serpientes pitones desplegadas de lejos, desde la lunación, llenas, crecientes, menguantes, llenándose de fauces.
–Y deben haber más que a otros rehúsan si en ellos no se ven a sí –refirió con sorna fray Payo de Solano, uno de los dos misioneros más, a de Estrabón.
Ahmak Caxtok, sacerdote de Gucumatz, viejo y reseco como árbol arrancado, cuyo mayor atributo decía que estribaba en hacer llover fuego, y Quehzic, emisario de los augurios y hermano del hechicero Balam, compartieron con fray Bernardo, quien al poco tiempo dominó el idioma hermético, el que llegó a nombrar como uno de los más precisos del mundo, estipulaciones atávicas del templo de Kukul: la cuenta del tiempo de la luna parida y el quinto de los soles, la curación en la dádiva de las hierbas cual triaca, el camino a la ciudad del amanecer, la de los gigantes inmortales. Le relacionaron cuantos ellos dos sabían, lo que las Indias no habían contado a los cartógrafos de Sevilla, Lisboa y Amberes. Tentativa de entendimiento. Pero la visión de una tierra distinta tenía sus propias cegueras, su falta de razón para el que la sufriera. La dominación más insensata y brutal se cubría con el embozo sagrado de la religiosidad. Los hechiceros y sacerdotes y guerreros nativos; sobre todo los dioses, los suyos, que pedían sangre. Ellos y la muerte infundían miedo, el temor ataba todo, y el que podría morir podría matar, así hasta deificar el dolor. El fraile de Estrabón vio cómo un brujo de Yum Kaax arrojaba niños pequeños, hijos cautivos de una tribu vencida en guerra del otro lado de la montaña, al fondo de un barranco para que los cuerpos diminutos estallaran contra las rocas de un río, en nombre de alguna deidad de muy malos instintos paternales. “Maltéotl”, repetía el hechicero y caudillo entre las risas embriagadas por la mezcolanza de frutas en fermento. Fray Bernardo de Estrabón le dio el epíteto de “el indio Herodes”, porque la noción de deuda de que el mortal debía dar la vida por sus altos creadores no compensaba la estolidez de sacrificar inocentes: Cristo ya se había dado en sacrifico por los hombres previamente.
Largos años pasó de Estrabón, y que acabaron con la juventud, en Chajul. De ahí iría a Sacapulas y Utatlán, de Utatlán a las montañas de Tezulutlán, donde dio el sacramento bautismal al bravo rey murciélago de Carchá. Atrás de las cumbres –en las llanuras espesas de jaguares– alcanzó la isla de agua dulce de Tayasal, en donde los pescadores lo guiaron a las primeras ciudades abandonadas del rey Hunab, que el brujo de Utatlán narró con fabulosa descripción, sitios, que si bien ruinosos y velados bajo la selva, mostraban tal magnitud en templos célebres, sólidos pilares, esculturas y edificios prodigiosos que desafiaban las alturas, acaso propios de los mismos escombros de Itálica. Noblezas antiguas de cuya magnanimidad sólo restaba la piedra musgosa. En un pliego amarillento, que luego serviría como una de tantas referencias, además de la memoria, por supuesto, resumió comentarios y trazos de lo que iría observando. Dibujos de serpientes talladas y maíz en las manos de un ídolo que vio en grabados con moho en un palacio destechado, invadido por hierbajos, y mapas circulares que enumeraban ríos y lagunas. El depósito de anales dinásticos, otras copias de las figuras grabadas en las estelas y basamentos mayas.
En papeles ambarinos guardó el registro límpido. Con él empezaría a escribir años más tarde, en la ciudad de Santiago, el libro acerca de la prolijidad y el apresto de intelección que los oriundos de las Indias tenían. Tratado por el cual, al amanecer de ese día, marchó hacia la Nueva España, aprehendido porque la propensión del Santo Oficio lo requería y porque, así anotaron los detractores, sin concernir el sello de aquiescencia del “nihil obstat”, para la calamidad dicha igual valía la inmolación del Agnus Dei que un becerro en holocausto a negras deidades falsas de hechiceros y bárbaros.
El arrepentimiento iba a las postergaciones, ya que si el arrepentimiento siempre dolía, más dolía el tardío. La busca de desaparecer con la prestancia de las aves que huían de la fontana al sentir los pasos agravados por el corredor de arquería prolongada, pero ya estaba muy viejo. Fray Bernardo, al ingresar a la cámara de piso de baldosa sepulcral, sintió una honda desesperación, pensó previsiblemente abjurar de las nociones que propuso en el libro en cuestión; no obstante, con una serenidad simulada, no tuvo más que elevar la mirada y afrontar las oposiciones heladoras, los justos juzgadores y el amanuense, la acusación.
De dos de los oyentes algo había oído en días anteriores. Fray Diego de Goicoechea y Ramírez, también de la Orden de los Predicadores y educado en Alcalá de Henares, estudioso predilecto de varios prelados, y fray Antonio Armiños, mercedario, muy fervoroso y adverso hasta a la más mínima apostasía, docto y famoso orador y escritor, versado en teología por la Universidad de Salamanca y en jurisprudencia canónica, padeció prisión cumpliendo la inspiración de la Orden de Nuestra Señora de la Merced de socorrer a los cautivos cristianos que los mauritanos esclavizaban, y cuyo aventurado tratado “De veritas et thesauris” tuvo el favor de académicos insignes. Del tercer juez, un fraile de Burgos, demasiado anciano y que tras la escribanía tornó el entorno cadavérico y grotesco, también dominico, nada oyó. Quizás la diócesis lo nombró considerándolo senil y, por eso, dócil al fallo de los otros dos.
Fray Antonio Armiños leyó cada uno de los cargos, aborrecibles como escarnio competieran a los atrevimientos de la idolatría. Seguidamente a la apertura ceremoniosa de la indagación inquisitorial, la injuria acercaba el nombre de fray Bernardo a temidas admoniciones. Del hábito blanquecino, pues el rostro áspero rodeó la caperuza blanca, provenía la voz de fray Antonio, dura, solemne a oídos del acusado, no buscando dañarlo, sino enmendar equivocación en la obra bajo requisa, “De aborigines et obiectio demonstrata”, de la que una copia impresa estaba al centro de la mesa, libro que, para bien o, sobre todo, para mal, pero, en todo caso, suyo, debía resguardar.
Circunspecto por el respeto intelectual hacia el fraile de Estrabón, el primero en cuestionarlo sería fray Diego, quien admiraba la gran erudición del acusado. Atacó el yerro de relacionar cualquier paganismo con encomios a las finalidades pretendidas en nombre de éste, e iba citando divisas de libros numerosos en grados de propuestas tras contestaciones; invocó la ignominia de los mitos en las artes gentílicas que los cristianos primitivos aborrecieron, desechando pinturas, estatuas y templos grecolatinos que enaltecían temáticas inútiles. San Ambrosio de Milán acudió al emperador Valentiniano II para prevenir la restauración de una escultura de Niké, la diosa de la victoria, en el Senado de Roma. Así, de modo análogo, fray Diego, trivialmente hagiográfico, recurrió a ese ejemplo y al de San Martín de Tours quien, antes de proseguir con la evangelización de la Galia, demolió él mismo los altares y las figuras diabólicas de los galos. Recordó cómo Santo Tomás de Aquino, cuando regresó a París después de servir en la Corte Papal, en 1268, habló en contra de Brabant y de los otros filósofos franceses seguidores del pensador islámico Averroes, por las letalidades de erguir cualquier raciocinio fuera de la protección de la fe en Cristo, –“De unitate intellectus contra averroistas”–. Como teólogo hábil de la Orden, con eficacia y claridad, fray Diego de Goicoechea y Ramírez siempre traía a colación preceptos bíblicos. Para desvirtuar el tratado de fray Bernardo mencionó el capítulo 8, versículo 58 del Evangelio según San Juan, donde Cristo enseñara que era anterior a lo más antiguo, que nada había antes de él; y el capítulo 44, versículos del 14 al 20 del libro del profeta Isaías, que señalara cuán fácil sedujera la maldad de los ídolos novedosos, y el capítulo 10, versículos del 9 al 21 de la primera epístola a los Corintios.
Si había en el Nuevo Mundo notable halago y en aquel tiempo abandono que dejó a los nativos sometidos al dominio, ¿por qué tenían condición ínfima, entonces? ¿De qué sirvió el aparente esplendor, que no los hizo preservarse? Encima de los residuos de templos viciados, en los que brujos enceguecidos sacrificaban hombres, los cristianos s crearon santuarios al Dios verdadero, dijo fray Diego de Goicoechea, y concluyó que para que algo nuevo naciera, algo viejo tendría que morir, y la purga olía el filo atizado.
La voz del clérigo longevo, todavía más hosco que los que tenía en torno a él, intervino subsiguientemente. Aquél tomó el escrito de fray Bernardo, leyó un pasaje, y criticándolo de ucronía, sancionó la referencia a las supuestas edificaciones monumentales de las Indias y adujo que hasta el templo a todos los pasionales dioses romanos, el Panteón, convertido en la iglesia de Santa María de los Mártires, sin importar la magnificencia y preponderancias preciosas, habría sido derruido de no haberse cristianizado. Ilusorio encontró suponer que algún indio, como denominó, había logrado alcances tan eminentes, que ningún fundamento halló para aquella conjetura, y sabía que como hombres de Dios conocían la carencia del salvaje por haber vivido siglos sin la unción de Cristo, constituyendo salvar las almas protervas por la aberración del paganismo el cometido de la Iglesia. Dijo las mentiras aprendidas, las leyendas negras de indianos antropófagos y bestiales, lecturas de los registros de la Audiencia. Convino en que ninguna majestad había si no estaba por el Señor, que ni los paganos del Viejo Mundo, ni tampoco los del Nuevo ni los del que estuviera aun más reciente que este último, serían capaces de establecer certidumbre, conque no rindieron reverencia a la verdad.
La idolatría, uno de los pecados en que se cayera con más mansedumbre. Ídolo de los pensamientos, de sí mismo, de los sentimientos, de las tradiciones, de los deseos, de la confesión, de los ritos, y eso se cumpliera por omisión o voluntad por igual, pues todo ídolo comprendía, por definición, una divinidad falseada, un esoterismo contra el único digno de adoración, Dios. Todo pecado de profanación, una agresión a la obediencia. “La serpiente no se enseñoreará sobre la creación”. Advirtió de los daños que podía hacer un simple libro. Leyó las Constituciones de la Orden Dominica, parafraseó a San Ireneo, “es mejor y más provechoso para uno ser ignorante o de poca ciencia, y acercarse a Dios por la caridad hacia su prójimo, que imaginarse saber mucho y ser perito en muchas cosas hasta blasfemar contra Dios”. Rememoró que el Concilio de Sens condenó a los filósofos que alabaron demasiado, casi hasta blasfemar, la sabiduría helena, y justificó la guerra contra la población natural de las Indias a causa de sus fierezas e idolatrías, por su inferioridad cultural y para evitar alguna clase de insurrección. Además, el anciano fraile mencionó que las conquistas engrandecían al Imperio Hispano y que, al evangelizar a los dominados, la Iglesia hacía hombres a los que nada tenían de eso, por carecer de ciencia y ser iletrados, no tener leyes escritas, ser brujos, caníbales y no estar rendidos a Cristo. En sí, consideró, el indio puede ser civilizado necesariamente, ya que la posición de servidumbre y vasallaje del indio constituía un sometimiento mediante el cual evolucionaría intelectual y moralmente si lo dirigía una nación cristiana, para sacarlo de su estado inhumano. La vida era una lucha sin reposo contra el demonio.
Fray Antonio Armiños observó a fray Bernardo con desdén y luego con cierta angustia que no puedo descifrar. Durante la primera parte de la demostración habló sobre los Hechos de los Apóstoles, capítulo 14 y versos del 11 al 18, amonestación que Pablo propina a quienes equivocan la gracia divina con ocultismos ruines, que lo denominaron a él y a Bernabé Zeus y Hermes; en la segunda sección, leal a la esencia del exegeta, manifestó, como Tito, que no había quedado piedra sobre otra –capítulo 21, versos 5 y 6 del Evangelio según San Lucas, relativo a las vaguedades de lo terrenal delante de la perennidad de Dios–. Solía comparar la fe y la impertinencia del mundo con esta otra comprobación, en que la soberana de Saba representaba la flaqueza de fascinarse con posesiones de la carne mortal, “…también la reina del Sur se levantará en el día del juicio, cuando se juzgue a la gente de este tiempo, y la condenará, porque ella vino de lo más lejano de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y lo que hay aquí es mayor que Salomón”, –capítulo 12, versículo 42 del Evangelio según San Mateo–. La grandeza de la tierra, meditó fray Antonio en verbum mentis –palabra en la mente–, no habrá de ser sino la difusa palidez de lo habido en los cielos, “…cuanto se ha perdido la consumación lo confina a la ceniza; no se consuma el fuego que cuanto perdido rebaja a despojo cenizoso. Esa llama la aviva algo más alto”. El dogmatismo, sólido y púdico, quizá bastaría para la invectiva y la odiosidad sellada.
El mercedario escuchó antes historias harto fantásticas de prodigios propios del Nuevo Mundo. Y rememoraría a Cíbola, donde el conquistador vio los campos tan llenos de ganados, disformes a los suyos de Castilla, como contó Bernal Díaz; aparte de fray Marcos de Niza, que hizo al virrey Mendoza relatos respecto a la opulencia de las siete ciudades de El Dorado del Norte. Pero una vida contemplativa convenía a la sensatez, no había tiempo para titubear en cuanto a censurar saber desacertado se trataba. De joven, en Toledo, batalló contra la perfidia secreta de moriscos y marranos, repudió a los alumbrados apócrifos que fingían y, a propósito del escrito de fray Bernardo de Estrabón, previno a la Inquisición de las osadías de cierta traducción que un benedictino, reputándolo fray Antonio como víctima de delirios infernales, realizó de la crónica de travesía de un arcaico monje helénico por el Pontus Euxinus, a la tierra de los cánidos y los blasfemos.
Entuertos maniqueos y argucias de mitificación estaba oyendo fray Bernardo, aquellos que refutaba en convicción. Empero, entendía lo intrincado de disuadir la percepción deformada que del Nuevo Mundo mantuvo la mayoría de los justos y los sabios. Considerables años de discrepancia e interdecir guiaron la escasez que conocían de los aborígenes mayas. Muchos cayeron en la infamia de ser heréticos por alborozarse con costumbres exógenas a la fe, y él lo aceptaba. Castas fariseas dictaban la rígida segmentación de tropelías entre fieros y pasto de bestezuelas, situando en último lugar a los derrotados, quienes no importaban ni valían, simplemente porque no tenían voz. La propiedad de la historia, después de todo, de Cronos en necesidad y miedo, debía preferir la voz a la sugerencia silenciosa, si bien que no sería suficiente hablar, tendría que confirmar, porque las páginas pudieran convertirse con facilidad en palabra falseada, tergiversada, substituida o, en el peor engaño, callada, y asentir, además, que las voces profusas no debían callar a una que buscaba ser voz, no ruido.
De pronto, llegó su turno; el acusado declaraba para persuadir la suerte de la que dependía el fallo, o quizás la Providencia. Y la adarga urgente, ya que fray Bernardo prefirió escudarse que embestir, consistía en la elucidación de dos pautas: la primera, el capítulo 7, versículos 1 al 10 del Evangelio según San Lucas, y la segunda, el capítulo 7, versículos del 24 al 30 del Evangelio según San Marcos, ambas referidas a foráneos no israelitas, un romano y una sirofenicia, quienes despertaron asombro en Cristo a pesar de sus naciones. “Les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe como en este hombre”. “Sí, Señor, pero hasta los perros comen debajo de la mesa migajas que dejan caer los hijos”. No hubo siquiera una sola mácula de desatino en la idea, mas fray Antonio Armiños recurrió a mostrar que el centurión romano en Capernaúm y la madre de la endemoniada se ampararon en Cristo, a lo que fray Bernardo contestó rápidamente que los nativos también, que si antes no, cuando levantaron los aludidos vestigios a deidades arcanas, había sido por motivos que el propio fray Antonio citó –Hechos de los Apóstoles, capítulo 14, versículos del 16 al 17–, y esa victoria despojó de tranquilidad al fraile Armiños.
Celebró Virgilio, en una égloga de las “Bucólicas”, continuó de Estrabón, el nacimiento de un niño que no identificaba directamente, que él habría de acompañar el regreso del reino de Saturno, la edad de oro predicha por el oráculo, regresando la deidad de la justicia, y el hombre recogería sin esfuerzo los frutos de la tierra y no se esforzaría más en la agricultura o el comercio. En la negra antigüedad, pensadores cristianos pretendieron que aquellos versos virgilianos eran una profecía pagana del nacimiento del Señor Jesucristo. El emperador Constantino, según testimonio del obispo Eusebio de Cesarea, y más tarde los Concilios consideraron admisible la manifestación divina a través de elementos idolátricos. Algunos libros sibilinos, en los que se fundamentó el mito del retorno de la aetas aurea, bien podían recoger predicciones sobre el advenimiento del Mesías, opinaban varios más.
El fraile Armiños intervino dictando que autores sacros, como San Jerónimo, quien denominaba al niño como el hijo de Polión, rechazaron interpretaciones de ese tipo por carecer de sustentación. No podría hablarse con rigidez de una apreciación reverente, de la misma forma en que se hablara de valoraciones orientadas a mostrar sediciosamente la detención de la potencialidad especulativa como consecuencia de que prevaleciera la dogmática, instaurada por encima del intelecto por la supremacía de la religiosidad condicionante, preceptiva en la sugerencia de que toda nueva idea conllevaba riesgo al orden establecido. Bernardo invocó el principio de igualdad de los hombres por haber sido creados por un mismo Dios, las muestras de civilización que vio en Tayasal, y de la célebre bula “Sublimis Deus”, del Pablo Papa III, tomó la declaración pontificia de que los indígenas del Nuevo Mundo eran hombres con todas las virtudes y capacidades de cristianos, con derecho a su libertad, a disponer de sus posesiones y a abraza la fe, que debía ser inspirada con métodos pacíficos, evitando cualquier tipo de crueldad.
Luego, la paráfrasis del libro segundo de “De doctrina christianae”, de San Agustín de Hipona, con que dio custodia a la obra bajo requisa. En “Topographia christianae”, del monje Cosmas de Alejandría, el Indicopleustes o navegante indio, que un milenio atrás habló con admiración de cuestiones de Ceilán, la India y Abisinia, como él narraba del Nuevo Mundo, los Padres de la Iglesia no detectaron error. El luciente Raimundo Lulio, su “Compendium ligicae Algazelis”, cultivó la filosofía de Al-Ghazzali, un musulmán. Dijo que la poca libertad empobrecería el raciocinio, que los hombres odiaban más el mal de lo que amaban el bien. Aunque ello causó, sin tregua, mayor admonición.
–Dudar como cognocer, que mejor sabe el que ha dudado –le aseguró fray Bernardo de Estrabón a los que inquirían respuesta.
Un silencio doliente y las formalidades precisaron que la sentencia amenazó el desenlace de la causa, y bajo la caperuza negra fray Bernardo supo que de ser encontrado culpable, el resultado sería uno: la prohibición de escribir. Los tres que indagaron, deliberaron lo suficiente como para que el acusado sospechara que la espera, como en la vida, había de ser el único castigo. Pronunciamiento anudado, fuerospara relegar o validar penalidad, no obstante que dos de los justos oyentes, fray Diego de Goicoechea y Ramírez y el clérigo longevo, verbigracia de sutilezas teológicas, dictaminaron nula transgresión a la sana enseñanza en la disertación del fraile de Estrabón. Fijaban como sustrato del fallo la particularidad histórica del escrito que escrutaron. Pero fray Antonio Armiños, ávido de vindicación cristiana, contrarió a los canónigos, juró que no estaban absolviendo a fray Bernardo, sino que estimulaban falencias venideras, la superstición atentatoria que enjaezaría pasiones impías en las Indias, inclusive en España. Precisamente hacia allá enviaron a fray Bernardo de Estrabón por insidias del mercedario, que reprobó cualquier divergencia a la Santa Fe, que sin la Santa Cruz, para él, las realidades restantes tuvieron que ser vacuas, resolviendo que en Madrid la Santa Inquisición de la Metrópoli mejor decidiera sobre “De aborigines et obiectio demonstrata”. Cada quien debiera vivir con sus errores y morir con sus aciertos, porque una celda y los siguientes dos años de juicio prolongado, y junto con desencanto y fiebres, aquejado de gota, todo sería uno, acabaron crípticamente con el apostrofado fraile de Estrabón.
En el desierto sin fondo, en los atardeceres amplios de cuervos, debajo del cielo del norte de África, redoblaban los silbidos cálidos y arenas. Agraciarían las mezquitas la oración abrazada al alminar, ofrecida, u honra encantó la fuerza en el rico alcázar, el de las cimitarras de lujo. A cada turno del lacayo la batahola de la ciudad iba dándole más peso a los fardos de drupas, sedas, ruegos, opiatos, lozas, muladares, ventanas y, en ocasiones, pocas, frascos mágicos que guardaban en la entraña espacios incógnitos, algo mayor que dunas, el lenguaje antiguo que ni los mulás dilucidaron. En un calabozo de Fez, fray Antonio Armiños pagaba el costo que el sultán puso por enseñar a los fieles el credo del profeta nazareno. El fraile había desembarcado hacía tiempo atrás en el Maghreb. Llevaba un cuarto de millar de pesos oro para comprar, cumpliendo con la motivación mercedaria, la libertad de cristianos cautivos, opresos a manos de los moros.
Sólo la rapiña más fiera tendría en el hombre nido, pensó fray Antonio mientras la piedra dura de la mazmorra se enlutó con los quejidos de otro preso, que perecía por disentería –curiosamente, el fraile vio morir de esa forma al morisco Fernando de León Burgos, o Abenlí al–Habafi, que mandó encerrar en Toledo por su confesión musulmana–. Se acercó a la celda el carcelero, un puntual muestrario del tipo arábico, introduciendo a empellones sombras informes, vagas. Los repentinos compañeros de prisión miraron de soslayo el hábito blanco, hablaron, mas no español, hablaban toscano –más bien veneto–. Dijeron que provenían de Venecia, comerciantes de oficio, que durante borrasca su barco naufragó en el Egeo y los piratas sarracenos los capturaron y vendieron como esclavos en Argelia.
Cuando el crucifijo se entrelazaba en los dedos ajadamente ancianos, el devoto fray Antonio Armiños oraba prosternado. Pese a que cada día viera la vida desperdicios crecientes, a ella antecedió orar; a las plegarias, antes al contrario, sucedían conversaciones que burlaban la alucinación y el hambre del calabozo compartido. Los venecianos relacionaban cuentos ilusorios. El fraile los rechazó al principio. Sin embargo, pasó lo que fray Antonio anticipó que nunca pasaría, la nao y los mares del Oriente, la China apartada, la ruta de la seda, Samarcanda con los pináculos, las fabricaciones de oro, el Khan, el bestiario y las islas de la Especiería iban apoderándose gradualmente de él. Amonestó a la conciencia precipitada a disparate o predominio demoníaco –no rezó más porque temía ver la Cruz, decir el nombre de Cristo–, o a la vejez que lo debilitaba.
A la reclusión, puntuada por meceduras espantables, donde cada sueño negaba reposo, pesadilla de carne y pesadilla de hueso, impresionantes imágenes la saturaron. Luces de días que desconocía la mente recalcitrante del religioso. El descubrimiento, en realidad, se convirtió en una indagación aguda de todo cuanto había sido él, sobre qué le había rodeado y aniquilado y su perspectiva de justificar las decisiones que lo llevaron al sitio donde estaba, a ningún otro lugar más, solamente al encierro. Péndulo, insólito sobresalto del muerto, y en ese momento caía rendido. Justamente, los párpados cayeron livianamente en la lobreguez de la ausencia, porque de un dormido a un muerto la diferencia no valía; dormir meses, años, no despertar nada.
A causa de las historias de los comerciantes de Venecia, que adornaron su miseria, convulso y no sin singular retrato revelado, el mercedario pensó, viéndose reflejado, en el fraile fray Bernardo de Estrabón, que había asegurado presenciar en Guatemala, entre dos océanos, las muestras intelectivas de los aborígenes, y noción que su empecinamiento obstaculizó disfrazándose de un hecho feligrés. Se acordó después del libro del monje ortodoxo Filóstrato de Esmirna, a cuyo traductor denunció, quien narraba, en el siglo V de esta era, bitácoras a través del Pontus Euxinus y permitió escuchar de maravillas como sólo Dios podía tener, pero en lugares sin Él, en la tierra de los cánidos y los blasfemos. Y quiso ir más lejos, más allá del encierro y de la edad; tuvo ansias de camino entonces, ansias de estar donde debía, pero no evitando las postrimerías sucedió que como los otros habían muerto, encerrados, Armiños estaba muriendo.